Querida Isabel:
Me dices que hoy vivir la fe es difícil, y que estar en la Iglesia “no se lleva”. Vivimos, como diría Teresa de Jesús, “tiempos recios”. Precisamente Teresa describió así su época, aquel “siglo de oro”, que también fue de cambios y turbulencias, y en el que ella aventuró su vida.
Teresa seguía con interés los acontecimientos de su época: los enfrentamientos con Francia y la anexión de Portugal, la conquista de América y el desafío de su evangelización, la ruptura de la Iglesia con la Reforma Luterana y las guerras de religión que siguieron, la Inquisición, las prohibiciones de libros, los miedos y sospechas… Todo eso aparece reflejado en sus escritos, como inquietudes de un mundo en búsqueda. Teresa respondió a su tiempo con un movimiento de renovación realizado en el seno de la Iglesia. Una renovación que partía de la oración como intensa amistad con Dios, enraizada en una vida humilde, fraterna y austera, y alimentada en la Eucaristía, Pan Vivo que nos fortalece para seguir al Señor, celebración con la que inauguraba cada convento, piedra angular de la comunidad. En aquel mundo de conflictos, de censuras y sospechas, Teresa vivió buscando la verdad, con audacia y a la vez con atención al Magisterio de la Iglesia. Así pudo exclamar al final de sus días: “En fin, Señor, muero hija de la Iglesia”.
La Iglesia en nuestros tiempos recios
Nuestra Iglesia también camina en un mundo turbulento. Muchos jóvenes hoy conocen sólo un rostro de la Iglesia desfigurado por los medios de comunicación. Muchas personas critican sin cesar a la Iglesia, resaltando sus escándalos y todo lo malo que ha hecho. Al mismo tiempo, también hay muchos jóvenes y adultos, que viven el Evangelio en sus ambientes, en lugares de misión….
Benedicto XVI nos dice a los jóvenes: “¡Vosotros mismos sois el Cuerpo de Cristo, la Iglesia! Introducid el fuego nuevo y lleno de energía de vuestro amor en la Iglesia, por más que algunas personas hayan desfigurado su rostro.”
¿Cómo podemos nosotros ser un nuevo rostro de la Iglesia para nuestros amigos?
El amor a Cristo es amor a la Iglesia
Teresa de Jesús sintió la Iglesia. Su amor apasionado a la Iglesia era expresión de su amor a Cristo, de identificarse con Él.
“No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y así lo que más os despertare a amar, eso haced. quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho; porque no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a dios y procurar en cuanto pudiéramos no ofenderle y rogarle que vaya siempre adelante la honra de su hijo y el aumento de la iglesia católica. Estas son las señales del amor”(4Moradas 1, 7).
Los tristes acontecimientos de la Iglesia de su tiempo fueron como heridas que suscitaron en Teresa oleadas de fidelidad y de servicio. Su respuesta fue la fundación de S. José, como una “comunidad – escuela de oración”. A ese primer convento le siguió después una historia de fundaciones que alcanzaría el mundo entero. El sentido de esta vida consagrada a Dios en la oración y en la sencillez no era simplemente “apartarse del mundo”, ni conseguir una “perfección personal”, ni siquiera asegurarse “la propia salvación” (preocupación común en aquel tiempo) o buscar un “bienestar espiritual”. Era servir a la Iglesia:
“Y como (…) toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo, confiada en la gran bondad de Dios que nunca falta de ayudar a quien por él se determina a dejarlo todo; (…) y que todas ocupadas en oración por los que son defendedores de la Iglesia (…), ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío”.
“¡Oh hermanas mías en Cristo!, ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí; éste es vuestro llamamiento, éstos han de ser vuestros negocios, éstos han de ser vuestros deseos”. (Camino de Perfección 1, 2.5.)
Teresa descubrió que el encuentro con Dios nos abre al otro, y nos lanza a la misión. El sentido de la vida se descubre más allá de nosotros mismos, se realiza en la entrega, en el amor, en el compartir, al servicio de la Iglesia y del mundo.
“Ante el olvido de Dios, la santa doctora alienta comunidades orantes, que arropen con su fervor a los que proclaman por doquier el nombre de cristo, que supliquen por las necesidades de la iglesia, que lleven al corazón del salvador el clamor de todos los pueblos… viviendo, como Teresa de Jesús, en filial obediencia a nuestra Santa Madre Iglesia” [1]
La Iglesia, cuerpo de Cristo que vive en comunión
Como Teresa, hemos de tomar conciencia de que nosotros somos el cuerpo de Cristo. Jesús se ha implicado hasta tal punto con nosotros que, en cierto modo somos un cuerpo con Él. Jesús recorre ahora los caminos del mundo con nuestros pies. Nuestros labios son los que pueden ahora anunciar el Evangelio, y nuestras manos están llamadas a transmitir los gestos de Jesús: levantar al caído, acoger, sanar… Somos responsables de la Misión de la Iglesia, que continúa la de Cristo: llevar en Evangelio al mundo.
Para realizar esta misión, hemos de vivir unidos. El amor nos une en la Iglesia formando una realidad viva, como San Pablo explica a los Corintios (1 Cor 12, 12-14):
“Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también cristo. Porque en un solo espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo espíritu. Así también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos”.
Te invito a preguntarte, y a compartir con otros:
- ¿Qué recibes tú de los otros miembros del Cuerpo de Cristo?
- ¿Qué papel deberías desempeñar en el Cuerpo de Cristo?
- ¿Cuáles son tus dones especiales?
- ¿Para qué te necesitan tus hermanos y hermanas?
De la comunión nace la misión
La nueva Evangelización no es posible si no es en comunión con Cristo. Y esta unión se realiza en la comunión con la Iglesia, con el obispo y los pastores, y con los hermanos en la fe, formando una comunidad en la que todos somos necesarios. En nuestro mundo roto por divisiones y egoísmos, la comunión, el amor, es signo de Dios que nos hace creíbles. Juan Pablo II exhorta a hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: este es el gran desafío que tenemos entre nosotros” (NMI 43). Y Santa Teresa enseña que la vivencia comunitaria, el acoger a cada persona, es camino para crecer en el amor “aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar…” (Camino de Perfección 4,7)
No se es discípulo “por libre”, ni en grupos que se aíslan de los demás y pretendan funcionar como “espacio único”. Estas tentaciones empobrecen porque “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Como decía Bendicto XVI, “A Jesús se le encuentra en la Iglesia: Permitidme también que os recuerde que seguir a Jesús es caminar con Él en la Comunión con la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir por su cuenta corre el peligro de no encontrar nunca a Jesucristo o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él.” [2]
Comunión significa acoger a la Iglesia, con sus pobrezas. Significa también enriquecer a los demás y dejarnos enriquecer, y vivir a la escucha. Cuando no nos encerramos en nuestras ideas o estilos, sino que permanecemos atentos a la vida de la Iglesia, a las orientaciones de los pastores, es cuando somos capaces de comprender y transmitir el Evangelio, porque “mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado” (Jn 7,16), Y cuando somos capaces de compartir vida y misión con grupos diferentes, manifestamos que el Evangelio no es una ideología, sino vida. Como decía S. Agustín, “en lo esencial, unidad; en lo dudoso, libertad; y caridad en todo”.
La comunión se traduce en signos concretos de participación en la vida de la parroquia, de los movimientos, de la diócesis…, de comunión de bienes y solidaridad con los más necesitados. Significa una actitud de disponibilidad: ¿Qué necesita hoy la Iglesia? ¿Qué necesita hoy mi Iglesia local? ¿Cómo puedo participar en la vida de la diócesis y apoyar sus iniciativas?
[1] Benedicto XVI, Mensaje al Obispo de Ávila, 3-4.
[2] Benedicto XVI, JMJ de Madrid. Homilía de la misa conclusiva, 21.8.2011